divendres, 10 d’octubre del 2014

Politicas de genero

LOS HOMBRES Y LOS RETOS DE GÉNERO PARA EL SIGLO XXI
Óscar Guasch


La masculinidad es como una cebolla: no hay nada debajo y hace llorar. La masculinidad está hecha de capas y capas (de ritos, palabras y significados) que no esconden ningún núcleo ni ningún corazón. La masculinidad es volátil y es sutil, incluso cuando no lo son algunas de sus manifestaciones sociales visibles: violencia, competitividad e individualismo. La masculinidad forma parte de un relato mítico mediante el cual se ofrece a los hombres la tierra prometida (en forma de reconocimiento social) siempre y cuando se adecuen a las normas de género que les corresponden. Es una promesa fáustica. Mefistófeles (la sociedad) tienta a los hombres con engaños y falsas promesas, porque nadie les informa del precio que deben pagar por acceder y mantener el estatus de hombres de verdad: «Sé un hombre y todo esto será tuyo». Pero nadie especifica a qué precio.

La masculinidad implica sufrimientos, esfuerzos, renuncias y negaciones. También fuerza a asumir riesgos para probar ante el resto de varones que se merece conservar el estatus de hombre de verdad y el reconocimiento social que comporta. Vivir como hombres normativos facilita mantener el beneplácito del resto de varones; pero hay que probar que se es digno del mismo. Y hay que probarlo todo el tiempo, en todas las interacciones sociales. Hacerlo suele ser agotador. En este sentido, las mujeres lo tienen más fácil porque no deben probar nada (salvo decencia y decoro). Tiene razón Simone de Beauvoire cuando escribe en El segundo sexo que las mujeres se hacen a lo largo del proceso social que las convierte en tales. Pero su punto de vista ha tenido un éxito social limitado. Las sociedades occidentales, como la mayoría, siguen pensando que es el hombre quien se hace. Para ello, asocian a las mujeres con la biología mediante la estratagema de definir como naturales funciones sociales como la maternidad o la alimentación de la descendencia. Creer que «el hombre se hace» implica que sus atributos pueden malograrse (ya que son definidos como caracteres adquiridos en el proceso de socialización). Y al contrario: nuestra sociedad asume que a las mujeres les es casi imposible perder lo que la naturaleza les otorga. Por eso, a las lesbianas con hijos se las piensa antes madres que lesbianas. La maternidad confirma a las mujeres como tales. Pero la naturaleza no brinda parecidos instrumentos respecto a los hombres. Por eso la masculinidad es una condición frágil que puede perderse. Se trata de un proyecto biográfico y social que no termina jamás, y que siempre puede cuestionarse.

La masculinidad es una forma de género. Y el género es estructura social. Se trata de una forma universal de organizar la sociedad. El género está en todos los lugares y en todas las épocas. El género es estructura social y es orden simbólico, pero no existe de igual modo en todas partes. Para entender el papel que mujeres y varones desempeñan en distintas culturas es preciso hacer un análisis particular de cada sociedad concreta y evitar generalizaciones de tipo etnocéntrico. El género (como la edad) es una variable universal de estratificación social que regula los roles y el acceso y la distribución de los recursos. Pero existen algunas sociedades con más de dos géneros, y otras en las que los atributos que conlleva (para hombres y mujeres) son distintos de los nuestros. Por eso es un error pensar que el género actúa de igual modo en todas partes.

En España, los contextos históricos y teóricos del tardofranquismo y de la transición lastran el desarrollo de los estudios sobre masculinidades circunscribiéndolos al estudio de la homosexualidad masculina. En la década de los ochenta, los estudios de género sobre varones aún no están de moda. En esa época, los estudios de género liderados por el feminismo priorizan teorizar las desigualdades que padecen las mujeres. Pero una vez cubiertos esos objetivos no se da el paso siguiente: analizar las consecuencias del género en los hombres. En España, los feminismos han alcanzado su madurez intelectual y gozan de un merecido (e incluso envidiable) reconocimiento social en términos de feminismo de estado. A principios del siglo XXI, las teóricas feministas revisan las masculinidades con ojos de mujer. Pero eso tiene consecuencias sociales indeseables porque esa mirada excluye el punto de vista de los hombres. El desarrollo de una mirada autónoma y crítica de los hombres sobre sí mismos está por construir. No existe un movimiento social amplio e interclasista (análogo al movimiento feminista) que se ocupe de ello. Es importante explorar y mostrar ese vacío mediante el análisis de las formas más comunes que la masculinidad adopta en nuestro entorno.

La noción de masculinidad aún está en construcción. Hay que revisar las condiciones políticas y teóricas que contribuyen a definir este nuevo concepto social y analítico. Es un proceso todavía inconcluso. Es preciso criticar las distintas formas de naturalización del género masculino, y el orden jerárquico masculino. Es preciso hablar de masculinidades, en plural, ya que la masculinidad presenta formas hegemónicas y otras que son subalternas. Incluso la masculinidad prescrita tiene carácter plural. La masculinidad es relacional, situacional e histórica, y engloba formas de heroicidad no previstas por ella. El denominado heroísmo marica es un ejemplo al respecto. Estas formas de heroicidad marica son comunes en las estrategias políticas radicales (pero no violentas). La resistencia pasiva (por ejemplo, mediante huelgas de hambre) permite a los hombres formas de heroicidad pacífica a la que se adscriben también algunas mujeres. El actual modelo científico hegemónico está asociado con la masculinidad prescrita. La racionalidad eficiente característica de las sociedades y de las organizaciones de los últimos doscientos años apuntala y legitima la masculinidad dominante colocando las emociones fuera del sujeto cognoscente. De este modo, tanto la subjetividad como la experiencia de la realidad que conlleva se excluyen de los ámbitos legítimos de producción de conocimiento porque se entiende que están contaminados por las emociones. En la actual fase de desarrollo del capitalismo, el analfabetismo emocional de los hombres es idéntico al de las mujeres. Pero mientras ellas siguen teniendo espacios donde socializar y compartir sus formas de entender el mundo, los hombres han perdido buena parte de su capacidad narrativa porque sienten que la cercanía emocional con otros es un síntoma de debilidad. De este modo, los relatos que los hombres comparten entre sí son heroicos o son científicos. Pero pocas veces incorporan la intimidad, ya que esta es una forma de transparencia carente de disimulo, que no pueden permitirse si pretenden vivir el mito heroico que la sociedad les ofrece.

En el análisis de las masculinidades también hay que incorporar la historia del desarrollo de la heterosexualidad en tanto que producto científico. Es preciso tener en cuenta los límites sexuales del sistema de género y explicar el modo en que las categorías de puta y de marica estigmatizan a quienes cuestionan el sistema para, así, reforzarlo. Dentro de ese programa de sociología histórica, hay que mostrar en qué y de qué modo han cambiado las masculinidades subalternas desde la transición hasta la actualidad.

Este proyecto se elabora desde la perspectiva de género. La corrección política impone que se hable de varones pro feministas, en vez de hombres feministas, a secas. Los feminismos de estado contemplan con desdén a los hombres feministas y alimentan puntos de vista sexistas que insisten en considerar a los varones verdugos y a las mujeres sus víctimas. Tanto en las administraciones como en los partidos políticos, la mala conciencia de muchos hombres y su pánico a ser tachados de sexistas facilita la aceptación acrítica de políticas de género que sí lo son. La Ley contra la violencia de género es un ejemplo al respecto que, además, no ampara a todas las personas que la padecen (porque obvia que la homofobia también produce y es violencia de género). El máximo éxito de los feminismos de estado es su reproducción institucional y los empleos que genera para quienes trabajan en sus organizaciones y proyectos.

 Demasiadas personas que pueblan las instituciones del feminismo de estado han hecho del resentimiento su razón de ser, mientras producen discursos cerrados y claustrofóbicos que se retroalimentan. Y, vista la vida cotidiana de las mujeres en la sociedad actual, no parece que sus políticas hayan servido de mucho. Con los feminismos de estado sucede igual que con las ciencias de la salud del siglo pasado. Estas últimas se atribuyen victorias sociosanitarias que, en realidad, son producto de mejoras sociales en torno a la higiene y la nutrición. De igual modo, la mejor situación social de las mujeres se explica más por los avances democráticos generales que por las actividades del feminismo estatal. Y es que las políticas de los feminismos de estado apenas afectan al núcleo duro que articula la discriminación de las mujeres: el sexismo y la misoginia. El fracaso de esos feminismos fomenta que la perspectiva de género se siga pensando como exclusiva de mujeres (porque es lo único que les queda para legitimar la forma actual de sus instituciones y organizaciones).

El modo en que los feminismos de estado condicionan las políticas públicas de género y las agendas de los partidos políticos presenta analogías con la influencia que el movimiento gay hegemónico ejerce en esos mismos ámbitos. El movimiento gay nace en el Estado español en el marco de la Cataluña del tardofranquismo y de la transición. Hasta los años ochenta del siglo pasado, la historia de las relaciones del movimiento gay con las administraciones es la historia de un desencuentro. Pero la aparición del sida transforma esa situación. La lucha contra la epidemia crea espacios de diálogo y trabajo en común entre administraciones y movimiento gay. Tal colaboración se da, sobre todo, con sectores respetables de aquel dispuestos a renunciar a parte de su agenda política en aras de la misma. Este modelo respetable de presentación pública de lo gay (difundido de forma acrítica por los medios de comunicación) determina la centralidad de la reivindicación del derecho al matrimonio por parte del movimiento gay hegemónico y facilita, al tiempo, su inclusión en las agendas de los partidos de izquierda. La actual situación social gay está condicionada por la corrección política (derivada del temor a la acusación de homofobia) asociada a la respetabilidad gay en un contexto de mercado que fomenta el consumo identitario.

Al igual que los feminismos de estado, el movimiento gay hegemónico solo ofrece victorias pírricas. El matrimonio gay es un ejemplo. Se trata de un derecho al que se accede como consecuencia de los procesos de democratización y que, a medio plazo, será común en Europa. Pero la incidencia de ese derecho sobre el núcleo duro que conforma la discriminación de los hombres (la homofobia) será más bien discreta. El llamado matrimonio gay no es bueno ni es malo, es un derecho, y es inevitable mientras haya democracia. Pero el reconocimiento y la legitimación social que comporta es de alcance limitado, y la respetabilidad que se paga por ello va a impedir ir más allá. Las instituciones, los políticos y, sobre todo, la sociedad ya se han acostumbrado a tratar con gente presentable. Va a ser muy difícil que asuman negociar con personas que no lo son y que tampoco pretenden serlo. Por otra parte, es dudoso que las cabezas visibles y mediáticas del movimiento gay se arriesguen a perder los privilegios y las carreras políticas que esa estrategia les ha permitido alcanzar.

En la mayoría de las sociedades, incluida la nuestra, la masculinidad tiene un carácter mítico. Los mitos no son evaluados ni testados, pero constituyen un referente normativo respecto al cual se articulan los discursos y las prácticas. Así pues, la masculinidad define un modelo ideal que actúa como referente pero que no tiene traducción real. Y es que los procesos de socialización siempre producen personas imperfectas respecto al modelo prescrito (sea por exceso o sea por defecto). Esto significa que, aunque quiera, ningún hombre cumple de forma estricta con la masculinidad prescrita en su sociedad. El sistemático fracaso de los procesos de socialización permite la existencia de una amplia gama de desviaciones respecto al modelo normativo. Algunas sociedades son capaces de prever las desviaciones de la masculinidad normativa mediante nichos sociales en los que se ubica a quienes se desvían de ella (tal es el caso de berdaches y chamanes, y también de maricas y gays).

Salvo los homosexuales y gays, los varones se asocian poco por el hecho de serlo. Existen, eso sí, una especie de asociaciones de afectados por el sexismo social nacido de la corrección política: las asociaciones de padres y de separados y divorciados. Sin embargo, sus discursos de denuncia política del sexismo que padecen no son tomados en cuenta en un contexto que, de forma simplista, define a los varones como verdugos y a las mujeres como víctimas. Nuestra sociedad se empeña en hablar del patriarcado como si este fuera un producto creado por los varones con el que las mujeres no tuvieran nada que ver (excepto como víctimas). Hay que desarrollar nuevos puntos de vista sobre todo esto.

Cap comentari:

Publica un comentari a l'entrada